Introducción
No sé si también mis
condiscípulos de quinto y sexto grados. Pero, yo miraba hacia
aquella casa con un susto fácil de explicar. Desde la misma,
localizada en la calle Tomás Cruz, al costado de la escuela Antonia
Sáez, de Humacao, mi ciudad natal, un niño disparaba granos secos
de maíz y garbanzo, a quienes por allí transitaban, en especial los
estudiantes mayores. Que éramos los de los grados quinto y sexto.
El dichoso niño apuntaba bien y
tenía velocidad de halcón. Cuantas ocasiones traté de
identificarlo, para hacerle frente, apenas vislumbré unos ojos
saltones desaparecer en la oscuridad de la sala. A donde se entraba
por una de tres puertas que daban a un balcón largo.
Entonces no se usaban las malas
palabras con la
naturalidad que ahora, los niños menos. Como las malas palabras no
podían integrar mi arsenal defensivo, en pasando por la casa del
susto apretaba el paso, no fuera que el niño reincidiera en los
disparos desde la oscuridad.
¿El fotógrafo nace o se hace?
¿Fueron aquella oscuridad y aquellos disparos de granos secos los
conatos de una vocación, inconsciente aún, que remataría en
profesión exitosa? Es decir, ¿no habría en las travesuras antes
narradas, el ensayo sin proponérselo de la creatividad que ahora me
sale al paso? Otra pregunta: ¿surgirá el talento si la ocasional
inquietud se transforma en empeño voluntarioso?
Mientras sonrío amontono
preguntas inútiles. Mientras amontono preguntas inútiles repaso las
fotografías humacaeñas de Luis Ramos, como lo conocen sus pares.
Sonrío, también, porque fue ya siendo adulto pleno cuando vine a
saber quién era el niño guasón de la calle Tomás Cruz. Lo cuento
seguido.
Daba la hojeada última a una
conferencia que leería, minutos después, en el teatro de la
Universidad de Puerto Rico. El legendario director técnico de dicha
sala, el Colorao,
atendía mi petición
de iluminar más el fascistol desde el cual leería la conferencia e
iluminar menos el contorno próximo. Mientras Alfonso, como se
llamaba el Colorao,
complacía mis
pedidos, emergieron Luis Ramos y su cámara, diríase que de la nada.
No sé si fue por los disparos seguidos de la cámara, o por la
oscuridad espesa a mi alrededor. Pero, de súbito, redescubrí los
ojos saltones del francotirador armado de maíz y garbanzo secos tras
la mirada amistosa de Luis Ramos.
Los disparos de la cámara, más
la oscuridad que envolvía el escenario, más los gritos de “Hermano,
Compueblano, Tocayo”,
me obligaron a callar
el secreto. Un secreto que desembucho hoy. Desde luego, reciproqué
el abrazo del compueblano, del hermano, del tocayo: “Luis Rafael
Ramos, qué alegría verte”.
Sí que me produjo alegría ver
al fotógrafo en el ejercicio de la profesión periodística, allá
en el teatro de la Universidad de Puerto Rico. Sí que me produce
alegría reencontrarlo en los primeros ejercicios de biografiar a
Humacao y de autobiografiarse, a través de las fotografías que
esparzo sobre mi mesa de trabajo. Calculo que Luis Ramos tendría
unos veinte años cuando las tomó, veinte como mucho. Me lo sugieren
los tereques y los muebles de pajilla que valen de marco a los
cuerpos, incluso los bloques de cemento a los que no se les dio una
mano de pintura. Lo testimonia la elementalidad de la pobreza a la
antigua: la pobreza contemporánea tiene peor forma y peor contenido.
La docena de fotografías
traducen el amor que no necesita una razón, como define el amor el
bolero de la mexicana Emma Elena Valdelamar. Además, cautivan una
ruralía que el progreso
se llevó. Y el
mundillo de exclusividad varonil que siguen componiendo los mercados
de caballos y reses. Y las mujeres afanadas en traer al hogar agua
del río, por medio de latones y cubos que cargan sobre las cabezas.
Y la ropa lavada y puesta a secar en la verja de alambre dulce, que
igual sirve de guardarraya.
Asimismo cautivan unos rostros
que bautizo de puertas adentro, rostros a los que Luis Ramos consagra
unos planos primorosos. La tejedora que mira hacia donde la vista
nunca llega. La mujer que se rasca una arruga mientras carga una
muñeca entre los brazos. ¿La carga o la arrulla? El hombre y la
mujer que ríen, a plenitud, no obstante tener los dientes mellados.
La inocencia de tres niñas, sentadas en los escalones de su casa,
mientras les cruza una gallina por el frente.
De cuanto miro y veo en las
fotografías del hoy artista y ayer niño temible, desarrolladas en
primitivos blanco y negro, obtengo dos hechos que avanzo a calificar
de acontecimientos. La muy temprana madurez de la pupila. La muy
precoz disposición a buscar la eternidad del instante.
Luis Rafael Sánchez.