lunes, 25 de mayo de 2015

Editorial Plaza Mayor en LASA 2015

La Editorial Plaza Mayor participa en el XXXIII Congreso de la Asociación de Estudios Latinoamericanos (LASA), que se celebra en San Juan, Puerto Rico, desde el 27 al 30 de mayo de 2015.

El evento proporciona un espacio de reflexión para epecialistas en diferentes disciplinas que en América Latina abordan la variedad de fenómenos socioculturales relacionados con los desafíos de la precariedad y las prácticas emergentes, entre ellos la educación, el trabajo académico y el intercambio del conocimiento.

El Programa del Congreso ofrece una amplia información institucional sobre temas, eventos y nombres, asi como sobre el Festival de Cine organizado en el marco del Congreso. Puede consultarse también el Programa Interactivo.



miércoles, 6 de mayo de 2015

Comentarios / Tapia recuperado

Mis memorias. Puerto Rico como lo encontré y como lo dejo, por Alejandro Tapia y Rivera.
Carmen Dolores Hernández 

Como Aureliano Buendía en la novela de García Márquez, Alejandro Tapia y Rivera recuerda –en sus Memorias– el día en que llegó el hielo a Puerto Rico. Provenientes de St. Thomas, las cuatro cajas “de aquel gran frío tan aguardado” fueron escoltadas por una banda musical desde el muelle hasta el teatro. Corría el año 1839; Tapia tenía 13 años. 

Puerto Rico era más ingenuo entonces, más atrasado y aún más sometido que ahora a los caprichos del amo colonial de turno, España. Pero en estas Memorias que nos permiten asomarnos al pasado del país desde una óptica tan descriptiva como crítica, encontramos el perfil reconocible de la nación puertorriqueña. La patria –así la consideraba el autor– es parte inextricable de su vida; recordar la una implicaba pensar en la otra. Las condiciones del país determinaron las suyas personales, incluso sus viajes a la metrópoli, donde estuvo dos veces en el plazo de tiempo que cubren estas memorias, que llegan al 1854. El primer viaje –a Cádiz– lo hizo en 1834, retornando al año siguiente; el segundo, provocado por la orden de destierro que contra él dictó el gobernador Pezuela, duró de fines de 1849 a 1852. 

Surgen constantes del carácter, la cultura y la historia puertorriqueña: por un lado, el intenso amor patrio no se corresponde (ni entonces ni ahora) con esfuerzos igualmente intensos para remediar los problemas del país mediante el esfuerzo personal y colectivo. Por el otro lado, resulta evidente la persistencia de regímenes coloniales injustos y arbitrarios. Bajo España, además, los gobernadores designados eran capitanes generales, es decir, militares de carrera. El caso del gobernador Pezuela, por ejemplo, ocupa varios capítulos que comentan sobre su administración despótica e intolerante y su negativa a conceder libertades e implantar reformas. Igualmente patente aparece la indiferencia de la metrópoli lejana hacia las circunstancias de su colonia (¿déjà vu para nosotros?).

Las descripciones del ambiente cultural, social y físico de la Isla son invaluables. Nacido en el Viejo San Juan de padre peninsular –perteneciente al Regimiento de Granada– y madre puertorriqueña, Tapia nos hace ver la ciudad y sus calles, la disposición de las casas, la arquitectura, su mobiliario. Describe prolijamente las escuelas –asistió , entre otras, a la del Maestro Cordero que sabía “educar el corazón” – las prácticas religiosas, las fiestas, los bailes, los enamoramientos, los periódicos y las librerías. Sentimos con él el peso y la estupidez de la censura. Por estas páginas pasan sus amigos y conocidos: José Power (hermano de Ramón), Manuel Alonso, José Julián Acosta, Segundo Ruiz Belvis, Ramón Emeterio Betances, Julio Vizcarrondo. 

Tapia denuncia los males de la esclavitud, cuyos horrores detalla en pasajes espeluznantes sobre los castigos aplicados a los esclavos. De aquella nefasta institución escribe que “destruye la familia…, envilece el trabajo y las artes…, autoriza la crueldad… es [un] robo constante…, embota la sensibilidad…”. 

Tan amplia, amena y personal es la visión que ofrece Tapia de Puerto Rico que resulta certero el comentario de Carlos de Peñaranda, recogido en una nota, al efecto de que él “representa entre nosotros el iniciador y el apóstol de la literatura puertorriqueña”. La construcción de un sujeto que sufre al país y lo ama convierten estas Memorias en una obra fundacional de nuestra literatura. 

La introducción explica los avatares de la redacción del texto y sus sucesivas ediciones. Escritas entre 1880 y 1882, fecha de la muerte del autor, estas Memorias no recogen lo sucedido en los últimos 28 años de la vida de Tapia. El doctor Eduardo Forastieri, responsable de esta edición crítica, señala que: “El testimonio suspendido de estas décadas quizás sea la más irreparable pérdida de la historia política y cultural puertorriqueña en el siglo XIX”. 

Es la edición más completa y ampliamente anotada de cuantas se publicaron a partir del año 1927 –45 después de la muerte del autor– cuando las Memorias aparecieron en el periódico La Democracia. Hubo varias ediciones a partir de 1928 y hasta 1998. Es la primera vez, sin embargo, que Mis memorias aparece con un aparato crítico tan minucioso y en una edición tan cuidada como la que reseñamos hoy. 

cdoloreshernandez@gmail.com

(Tomado de El Nuevo Día, 3 de mayo de 2015).

domingo, 3 de mayo de 2015

En el Tintero / Luis Ramos y la eternidad de sus instantes

Introducción

No sé si también mis condiscípulos de quinto y sexto grados. Pero, yo miraba hacia aquella casa con un susto fácil de explicar. Desde la misma, localizada en la calle Tomás Cruz, al costado de la escuela Antonia Sáez, de Humacao, mi ciudad natal, un niño disparaba granos secos de maíz y garbanzo, a quienes por allí transitaban, en especial los estudiantes mayores. Que éramos los de los grados quinto y sexto.

El dichoso niño apuntaba bien y tenía velocidad de halcón. Cuantas ocasiones traté de identificarlo, para hacerle frente, apenas vislumbré unos ojos saltones desaparecer en la oscuridad de la sala. A donde se entraba por una de tres puertas que daban a un balcón largo. 

Entonces no se usaban las malas palabras con la naturalidad que ahora, los niños menos. Como las malas palabras no podían integrar mi arsenal defensivo, en pasando por la casa del susto apretaba el paso, no fuera que el niño reincidiera en los disparos desde la oscuridad. 

¿El fotógrafo nace o se hace? ¿Fueron aquella oscuridad y aquellos disparos de granos secos los conatos de una vocación, inconsciente aún, que remataría en profesión exitosa? Es decir, ¿no habría en las travesuras antes narradas, el ensayo sin proponérselo de la creatividad que ahora me sale al paso? Otra pregunta: ¿surgirá el talento si la ocasional inquietud se transforma en empeño voluntarioso? 

Mientras sonrío amontono preguntas inútiles. Mientras amontono preguntas inútiles repaso las fotografías humacaeñas de Luis Ramos, como lo conocen sus pares. Sonrío, también, porque fue ya siendo adulto pleno cuando vine a saber quién era el niño guasón de la calle Tomás Cruz. Lo cuento seguido. 

Daba la hojeada última a una conferencia que leería, minutos después, en el teatro de la Universidad de Puerto Rico. El legendario director técnico de dicha sala, el Colorao, atendía mi petición de iluminar más el fascistol desde el cual leería la conferencia e iluminar menos el contorno próximo. Mientras Alfonso, como se llamaba el Colorao, complacía mis pedidos, emergieron Luis Ramos y su cámara, diríase que de la nada. No sé si fue por los disparos seguidos de la cámara, o por la oscuridad espesa a mi alrededor. Pero, de súbito, redescubrí los ojos saltones del francotirador armado de maíz y garbanzo secos tras la mirada amistosa de Luis Ramos.  

Los disparos de la cámara, más la oscuridad que envolvía el escenario, más los gritos de “Hermano, Compueblano, Tocayo”, me obligaron a callar el secreto. Un secreto que desembucho hoy. Desde luego, reciproqué el abrazo del compueblano, del hermano, del tocayo: “Luis Rafael Ramos, qué alegría verte”. 

Sí que me produjo alegría ver al fotógrafo en el ejercicio de la profesión periodística, allá en el teatro de la Universidad de Puerto Rico. Sí que me produce alegría reencontrarlo en los primeros ejercicios de biografiar a Humacao y de autobiografiarse, a través de las fotografías que esparzo sobre mi mesa de trabajo. Calculo que Luis Ramos tendría unos veinte años cuando las tomó, veinte como mucho. Me lo sugieren los tereques y los muebles de pajilla que valen de marco a los cuerpos, incluso los bloques de cemento a los que no se les dio una mano de pintura. Lo testimonia la elementalidad de la pobreza a la antigua: la pobreza contemporánea tiene peor forma y peor contenido. 

La docena de fotografías traducen el amor que no necesita una razón, como define el amor el bolero de la mexicana Emma Elena Valdelamar. Además, cautivan una ruralía que el progreso se llevó. Y el mundillo de exclusividad varonil que siguen componiendo los mercados de caballos y reses. Y las mujeres afanadas en traer al hogar agua del río, por medio de latones y cubos que cargan sobre las cabezas. Y la ropa lavada y puesta a secar en la verja de alambre dulce, que igual sirve de guardarraya. 

Asimismo cautivan unos rostros que bautizo de puertas adentro, rostros a los que Luis Ramos consagra unos planos primorosos. La tejedora que mira hacia donde la vista nunca llega. La mujer que se rasca una arruga mientras carga una muñeca entre los brazos. ¿La carga o la arrulla? El hombre y la mujer que ríen, a plenitud, no obstante tener los dientes mellados. La inocencia de tres niñas, sentadas en los escalones de su casa, mientras les cruza una gallina por el frente.  

De cuanto miro y veo en las fotografías del hoy artista y ayer niño temible, desarrolladas en primitivos blanco y negro, obtengo dos hechos que avanzo a calificar de acontecimientos. La muy temprana madurez de la pupila. La muy precoz disposición a buscar la eternidad del instante.  

Luis Rafael Sánchez.