domingo, 3 de mayo de 2015

En el Tintero / Luis Ramos y la eternidad de sus instantes

Introducción

No sé si también mis condiscípulos de quinto y sexto grados. Pero, yo miraba hacia aquella casa con un susto fácil de explicar. Desde la misma, localizada en la calle Tomás Cruz, al costado de la escuela Antonia Sáez, de Humacao, mi ciudad natal, un niño disparaba granos secos de maíz y garbanzo, a quienes por allí transitaban, en especial los estudiantes mayores. Que éramos los de los grados quinto y sexto.

El dichoso niño apuntaba bien y tenía velocidad de halcón. Cuantas ocasiones traté de identificarlo, para hacerle frente, apenas vislumbré unos ojos saltones desaparecer en la oscuridad de la sala. A donde se entraba por una de tres puertas que daban a un balcón largo. 

Entonces no se usaban las malas palabras con la naturalidad que ahora, los niños menos. Como las malas palabras no podían integrar mi arsenal defensivo, en pasando por la casa del susto apretaba el paso, no fuera que el niño reincidiera en los disparos desde la oscuridad. 

¿El fotógrafo nace o se hace? ¿Fueron aquella oscuridad y aquellos disparos de granos secos los conatos de una vocación, inconsciente aún, que remataría en profesión exitosa? Es decir, ¿no habría en las travesuras antes narradas, el ensayo sin proponérselo de la creatividad que ahora me sale al paso? Otra pregunta: ¿surgirá el talento si la ocasional inquietud se transforma en empeño voluntarioso? 

Mientras sonrío amontono preguntas inútiles. Mientras amontono preguntas inútiles repaso las fotografías humacaeñas de Luis Ramos, como lo conocen sus pares. Sonrío, también, porque fue ya siendo adulto pleno cuando vine a saber quién era el niño guasón de la calle Tomás Cruz. Lo cuento seguido. 

Daba la hojeada última a una conferencia que leería, minutos después, en el teatro de la Universidad de Puerto Rico. El legendario director técnico de dicha sala, el Colorao, atendía mi petición de iluminar más el fascistol desde el cual leería la conferencia e iluminar menos el contorno próximo. Mientras Alfonso, como se llamaba el Colorao, complacía mis pedidos, emergieron Luis Ramos y su cámara, diríase que de la nada. No sé si fue por los disparos seguidos de la cámara, o por la oscuridad espesa a mi alrededor. Pero, de súbito, redescubrí los ojos saltones del francotirador armado de maíz y garbanzo secos tras la mirada amistosa de Luis Ramos.  

Los disparos de la cámara, más la oscuridad que envolvía el escenario, más los gritos de “Hermano, Compueblano, Tocayo”, me obligaron a callar el secreto. Un secreto que desembucho hoy. Desde luego, reciproqué el abrazo del compueblano, del hermano, del tocayo: “Luis Rafael Ramos, qué alegría verte”. 

Sí que me produjo alegría ver al fotógrafo en el ejercicio de la profesión periodística, allá en el teatro de la Universidad de Puerto Rico. Sí que me produce alegría reencontrarlo en los primeros ejercicios de biografiar a Humacao y de autobiografiarse, a través de las fotografías que esparzo sobre mi mesa de trabajo. Calculo que Luis Ramos tendría unos veinte años cuando las tomó, veinte como mucho. Me lo sugieren los tereques y los muebles de pajilla que valen de marco a los cuerpos, incluso los bloques de cemento a los que no se les dio una mano de pintura. Lo testimonia la elementalidad de la pobreza a la antigua: la pobreza contemporánea tiene peor forma y peor contenido. 

La docena de fotografías traducen el amor que no necesita una razón, como define el amor el bolero de la mexicana Emma Elena Valdelamar. Además, cautivan una ruralía que el progreso se llevó. Y el mundillo de exclusividad varonil que siguen componiendo los mercados de caballos y reses. Y las mujeres afanadas en traer al hogar agua del río, por medio de latones y cubos que cargan sobre las cabezas. Y la ropa lavada y puesta a secar en la verja de alambre dulce, que igual sirve de guardarraya. 

Asimismo cautivan unos rostros que bautizo de puertas adentro, rostros a los que Luis Ramos consagra unos planos primorosos. La tejedora que mira hacia donde la vista nunca llega. La mujer que se rasca una arruga mientras carga una muñeca entre los brazos. ¿La carga o la arrulla? El hombre y la mujer que ríen, a plenitud, no obstante tener los dientes mellados. La inocencia de tres niñas, sentadas en los escalones de su casa, mientras les cruza una gallina por el frente.  

De cuanto miro y veo en las fotografías del hoy artista y ayer niño temible, desarrolladas en primitivos blanco y negro, obtengo dos hechos que avanzo a calificar de acontecimientos. La muy temprana madurez de la pupila. La muy precoz disposición a buscar la eternidad del instante.  

Luis Rafael Sánchez.

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